Belleza personal: profesión obligada

Que la belleza no tiene el mismo valor en la mujer que en el hombre parece evidente. La identificación del sexo femenino como el «bello sexo» atraviesa diversas etapas, tanto por lo que respecta al cambiante estereotipo como a su significado y valor social.
Un estereotipo mutante
Artes plásticas y literatura, así como la trama visual de este siglo (cine, televisión, publicidad, etcétera), muestran un ideal variable, elaborado sobre dos pilares: la adjudicación de sentido estético a determinados elementos físicos y el resultado final de proporciones y apariencia de una mujer. Si la piel marfileña fue una vez sinónimo de belleza, hoy lo es el tono dorado. Las mujeres de las tablas flamencas serían consideradas ahora como insignificantes; las gracias de Rubens, tachadas de gordas. Los pies de las chinas fueron vendados para mantener un tamaño pequeño. Criaturas etéreas frente a mujeres rotundas, morenas que triunfan en los países nórdicos mientras en otros las rubias van a la baja. Así un largo etcétera.
¿Queda hueco para un modelo universal? A duras penas estaría limitado a la inexistencia de deformidades, taras físicas e imperfecciones cutáneas y, por supuesto, a la presencia de juventud. A lo largo de la historia, la consideración de la belleza de una mujer ha implicado la ausencia de esos trazos que delatan la edad: arrugas, manchas, flacidez de tejidos… Y aunque ser joven no significa siempre ser guapa, parece admitido que no se puede ser bella si no se es joven. A la inicial y desigual valoración que el factor estético tiene entre los dos sexos, se suma el diferente juicio sobre los efectos del paso del tiempo en uno y otro.
Si el concepto de belleza femenina es cultural —está en el ojo de quien mira, individuo y colectividad—, cabe indagar qué está detrás y por qué. Una primera aproximación nos remite a los estudios de género que consideran que el ideal de belleza y su sentido están unidos al papel asignado a la mujer.
¿En manos de quién está la belleza?
Así, la belleza ha estado ligada a la tradicional atribución al «segundo sexo» de debilidad (física o mental) y pasividad. Hay un amplio imaginario que se nutre de mujeres sílfides, angélicas, enfermas o hasta muertas. Es evidente la preferencia por representarlas estáticas e incluso hieráticas, simples objetos de la mirada ajena. A veces, incluso, absorbidas en su propia contemplación.
Perdura hasta hoy la arcaica suposición de que la belleza no casa con la inteligencia, de acuerdo a la cual algunas guapas son tenidas por tontas. La pervivencia de este tópico tiene también su explicación en la implacable lógica de la igualdad contemporánea reacia a admitir que Dios o la naturaleza repartan sus dones de forma gratuita y arbitraria, sin el espíritu de racionalidad y compensación que inspira al moderno Ministerio de Hacienda.
La belleza femenina lo es también en función de otro factor: el atractivo que tiene para los varones. Ciertos cánones inciden en los rasgos diferenciales: donde en él hay recta, en ella debe haber curva; lo que en él es fuerza, en ella debe ser fragilidad. Otros —algunos muy actuales— los desdibujan. En muchas culturas la belleza implica atención preferente sobre aquellos elementos físicos o sus características que se asocian (con razón o sin ella, conscientemente o no) a la fertilidad: caderas anchas, existencia de grasas y, por supuesto, juventud. Quizás la pervivencia de la identificación de belleza femenina y juventud resida ahí. A pesar de que hayamos desligado sexualidad y procreación, la potencial fertilidad de una joven funciona todavía como un residuo, un atractivo para el varón con el consiguiente valor estético.
El atractivo sexual convierte a veces la apreciación de la belleza en instinto, en meros atributos físicos, como sucede en las Venus paleolíticas (desnudas, acentuados sus órganos sexuales, minimizados los rasgos faciales) o en las chicas de la revista Playboy. En otros casos es más elaborado e incorpora elementos que hablan de mujeres, incluso de una sola mujer, no de hembras. Y a veces se estiliza tanto que desaparece como un factor perturbador.
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