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La duración de los noviazgos
José Luis Olaizola
Es correcto planear y adquirir lo necesario para llevar una vida familiar digna, pero esto no debe ser el pretexto para retrasar indefinidamente un compromiso.
Se está volviendo a poner de moda el que la gente se case, pero dentro de la línea de la sociedad de consumo, lo que trae como consecuencia el que muchos se casen tarde y mal. No es insólito el que se oigan comentarios de este porte: « ¡Quién lo iba a decir! Fulanito y Zutanita después de catorce años de noviazgo se casan y al año se separan. No será porque no tuvieron tiempo de conocerse.» Por supuesto, tuvieron tiempo de conocerse y de aburrirse de tanto conocerse. Cuando el noviazgo se alarga demasiado, para lo único que sirve es para coger mañas.
Cada caso es un caso en esto de la duración del noviazgo, pero el más frecuente, hoy en día, es que los novios necesitan tener tantas cosas para casarse, que cuando las consiguen ya no les quedan fuerzas para lo principal: quererse, crear una familia, educar a los hijos y educarse ellos mismos en la interesante aventura de perseverar en el amor. Para enamorarse de una encantadora joven de dieciocho años, o viceversa, sirve cualquiera. Para seguir enamorado cuarenta años después hace falta, además, cierta dosis de inteligencia.
Dada mi afición a escribir novelas que me obligan a adentrarme en el pasado, he podido constatar cómo, según discurren los siglos, se retrasa la edad para contraer matrimonio. En tiempos del Cid Campeador -siglo XI- los caballeros se casaban siendo donceles y las doncellas a los doce o trece años, apenas alcanzada la pubertad. Por supuesto no tenían problemas de piso. La gente del pueblo se alzaba una casa en poco más de un mes con ayuda de los vecinos; entonces para vivir sólo precisaban de cuatro paredes y un tejado. El suelo era de tierra apisonada y no tenían fontanería, ni electricidad, ni las diversas tomas de tantos artilugios como se concitan en los modernos habitáculos de la actual sociedad de consumo.
Cuatro siglos después, en el XVI, las cosas no han cambiado demasiado y, a lo más, la edad de matrimoniar se retrasa en un par de años. La madre de Teresa de Jesús, la encantadora doña Beatriz de Ahumada, casó de trece años y alcanzó a tener diez hijos. Catalina de Aragón, la que con el tiempo fuera esposa legítima del temible Enrique VIII de Inglaterra, había casado previamente con el hermano mayor, el príncipe Arturo, ambos rondando los quince años, y produjo gran asombro que no lograran consumar el matrimonio, lo que atribuyeron a enfermedad del príncipe, que murió un año después. En el siglo XIX la cosa se mantiene dentro de unos términos razonables y las doncellas casan de diecisiete, dieciocho o, como mucho, de diecinueve años. La debacle se produce mediado el siglo XX, en el que con pocos lustros de diferencia tanto se demoran los matrimonios -una media de diez años- que las doncellas tienen muy pocas posibilidades de seguir siendo tales cuando lo contraen. Las cosas claras.
¿Por qué se alargan tanto los noviazgos y se demoran los matrimonios? Porque hoy en día los contrayentes entienden que el cariño, para que no se marchite, debe estar debidamente enmarcado; piso, coches, televisor, vídeo, cadena musical, viaje de novios transoceánico y suma y sigue. Consecuencia: presupuestos millonarios para la celebración y para su posterior mantenimiento.
-¿Y usted a qué edad se casó?
-Pues yo, amable lectora, me casé de veintitrés años y mi prometida tenía dos menos. De viaje de novios nos fuimos a El Escorial y luego nos acomodamos en un piso viejo, de renta antigua; en eso tuvimos suerte, pero como no disponía ni de ascensor, ni calefacción, ni nevera, ni nada de nada, hay que reconocer que vivíamos por cuatro perras gordas. Comprendo que las cosas han cambiado, pero aquella carencia tenía su encanto. Ibas accediendo al disfrute de las cosas poco a poco. El primer coche utilitario, el primer viaje al extranjero, la primera vez que salías a cenar a un restaurante, los primeros veraneos en la playa. Y, por supuesto, la primera vez que hacías el amor con tu novia que ya era tu esposa.
-¿Pero qué dice usted?
-Por favor no se ofenda. Entonces los noviazgos eran más cortos y más controlados. No digo que saliéramos con carabina, pero tampoco se nos daban tantas facilidades. Ahora esos noviazgos tan largos, con salidas nocturnas hasta altas horas de la madrugada, con viajes colectivos en los que no por eso las parejas dejan de estar individualizadas… En fin, qué le voy a contar que usted no sepa.
-Le veo a usted un poco pesimista.
-No quisiera. Pero insisto en que conviene llegar al matrimonio con un buen bagaje de ilusiones y no irlas desgajando durante el noviazgo. Y, por supuesto, con cierto espíritu de sacrificio. A los novios que se acostumbran a un noviazgo largo, ambos con coche a la puerta, cenas en restaurantes de moda, esquí navideño en los Alpes y vacaciones en el Caribe, cada vez les cuesta más dar el paso al frente.
-¿No estará usted exagerando un poco?
-Eso espero.
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Contaba uno que de pequeño iba al circo y que lo que más le gustaba era el número del elefante. El elefante es un animal que despliega un enorme peso y una fuerza brutal; pero a él le asombraba ver que, después de su actuación y hasta un rato antes de volver a la pista, el elefante quedaba sujeto solamente por una cadena que aprisionaba una de las patas a una pequeña estaca. La estaca era un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado en el suelo. Parecía obvio que un animal capaz de arrancar un árbol de cuajo podía arrancar esa estaquita sin el menor esfuerzo. Nuestro amigo, curioso, indagó y preguntó la razón de ese proceder tan extraño y tan poco seguro para los que estaban cerca del elefante, hasta que alguien le explicó que el elefante no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era muy pequeño. Este animal gigantesco y poderosísimo no intenta arrancar la estaca porque cree que no puede, porque desde pequeño aceptó su incapacidad y tiene el registro de su impotencia bien guardado en la memoria (memoria de elefante, precisamente). A veces puede sucedernos algo así: vivimos atados a estacas pequeñas, insignificantes, pero que nos restan libertad y audacia para acometer grandes empresas. Vivimos creyendo que no somos capaces de hacer un montón de cosas simplemente porque alguna vez probamos y no pudimos. Guardamos en nuestro recuerdo: "no pude... y nunca podré", perdiendo así una de las mayores bendiciones con que puede contar un ser humano: la fe, la confianza en que con la gracia de Dios se puede todo. La única manera de luchar para vencer es no dejarnos atenazar por la experiencia negativa de nuestras derrotas pasadas, poner en el intento todo el corazón y todo el esfuerzo, como si sólo dependiera de nosotros, pero al mismo tiempo, confiando totalmente en Dios, como si todo dependiera de Él. Eliminar de verdad los defectos –los malos hábitos– que tenemos arraigados no es tarea de un día, y esas inclinaciones hacen que sea más fácil caer en lo que no querríamos. Por eso quien lucha a veces gana, y a veces puede perder. Pero quien prefiere no luchar, no plantearse nada que pueda superar sus fuerzas, para evitar la posible humillación de la derrota, ya está derrotado de antemano. Hay que contar con la victoria, pero también con la posibilidad de la derrota y con nuestra decisión de no darnos por vencidos, de volver a la lucha una y otra vez. Así, incluso las derrotas se acaban convirtiendo en victoria: nos hacen más humildes, nos llevan a conocernos mejor y a fiarnos más de Dios y menos de nosotros mismos. Con esa actitud, Dios puede actuar en nuestra vida y hacernos llegar mucho más lejos de lo que podríamos soñar. Es cierto que debemos hacer esfuerzos, pero es la gracia de Dios quien nos mueve a hacerlos, los acompaña y los corona con la victoria. Comprender esta doctrina es uno de los mayores beneficios que podemos recibir de la generosidad divina. Conocer nuestra pequeñez y la grandeza de Dios es uno de los mayores dones del Señor, pues cuando estemos convencidos nos volveremos hacia Dios en la certidumbre de nuestra impotencia y nos abandonaremos a su acción todopoderosa; seguros de no ser nada, subiremos como las águilas sostenidos por la certeza de que Él lo es todo. |
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Aunque no está de moda | A veces pasa que es tanto el entusiasmo de los novios que dan el amor "a borbotones", en lugar de darlo poco a poco. Y cuando viene la ruptura, se les viene el mundo encima: –"Ya todo acabó para mí"–, decía una adolescente. Y sufren lo indecible. Hay un proverbio ruso que dice: "Hay que pensarlo bien antes de iniciar un negocio; dos veces antes de ir a la guerra; tres antes de casarse". Un estudio hecho recientemente muestra que una de las cosas que les falta a los jóvenes de hoy es la capacidad de reflexionar. Se requiere, pues, todo un proceso de maduración personal, una maduración que no se da automáticamente, sino que es una tarea. No basta saber quién es el otro, dónde vive, qué le gusta y quiénes son sus padres. Es necesario conocerlo bien como persona única e irrepetible, como dice el psiquiatra vienés Viktor Frankl. |
Un problema de los jóvenes | El enamoramiento suele poner en acto a la imaginación; se idealiza a la persona amada; no se le ven defectos. El problema está en no poner los pies en la tierra, pero eso es difícil de pedírselo al adolescente, ya que su corazón suele andar por las nubes. Quien ama, desea lo mejor para el amado; desea superarse por él o por ella y por sí mismo. El adolescente vive de sentimientos; la pareja reduce sus relaciones a sentirse a gusto juntos, hablar de cosas superficiales alabándose mutuamente, sin pensar en el futuro, sin dialogar sobre temas profundos o dándose a conocer uno al otro a través del lenguaje hablado. Las peleas pueden ver buenas pues allí se conocen como realmente son. Allí sale el modo de manifestarse la agresividad de cada persona. Es grave reducir las relaciones de noviazgo a la dimensión física, sexual, o dejar que sea ella la que predomine. El sexo es elemento integrante del amor matrimonial, pero no constituye el centro de la persona. Las relaciones sexuales fuera del contexto matrimonial constituyen un grave desorden, porque son una expresión reservada a una realidad que no existe todavía: Los jóvenes tienen relaciones de casados cuando en realidad no están casados. Alguien te ama mucho, secretamente. ¿Quién? Descúbrelo. A ti amigo (a) adolescente, te dedico este poema que me llegó por internet. |
PARA UNA PERSONA BELLA
Si Dios tuviera un refrigerador, tendría tu foto pegada en él. Si El tuviera una cartera, tu foto estaría dentro de ella. De hecho, Él te manda flores cada primavera, y te manda un amanecer cada mañana. |
¿Cuánto deberías conocer a alguien antes de empezar una relación?
Amor sin remordimiento

Fortunas prestadas | |||||||||||
(Por Alfonso Aguiló, conoze.com, 2008-06-27) | |||||||||||
![]() »Nuestra boda no fue por amor. Fue una boda por simple enamoramiento. Esos enamoramientos que son sensaciones que provocan intercambios de certezas, besos, abrazos y un sinfín de intuiciones proclives así al egoísmo de creernos dueños del mundo, con derecho a imaginar maravillas perpetuas y un continuo esperar lo que, cuando llega, nos deja fríos. En aquella época yo no sabía hasta qué punto ese enamoramiento puede ser simple egolatría, ganas de ver en el otro lo que nosotros queremos ver, y que al imaginar lo que vemos, todo se nos vuelve atracción, necesidad de fundir nuestros deseos a los de la persona de la cual nos enamoramos. Y es que, en el fondo, lo que hacemos es enamorarnos de nosotros mismos. »Veíamos aquello como una eternidad de novela bucólica, con cielos nítidos, siempre soleados, no exenta de pesadillas, de lobos acechando una manada de corderitos buenos, de turbiedades inesperadas, de cambios de humor.» Así rememoraba el protagonista de una novela de Mercedes Salisachs la historia del comienzo de su matrimonio. La historia de una decepción, de muchas frustraciones y egoísmos hasta llegar a comprender que la mayor parte de lo que nos atrae con la vista es sólo pura fachada, hasta comprobar que el atajo del deseo deja casi siempre un poso de insatisfacción, un triste sabor a desengaño. Eros, esa especie de minidios griego, mensajero del amor, heredó de sus padres una naturaleza contradictoria, que le hizo rico en deseos y pobre en resultados. A ese diosecillo travieso y juguetón le gusta llamar a nuestro corazón por medio de la belleza corporal, y esa llamada nos parece a veces irresistible. Luego vienen concesiones que no dan lo que prometen, que nos atraen pero luego echan a volar. Desear a otra persona no es lo mismo que amarla, y el deseo, muchas veces, lo que en realidad pretende es utilizar, poseer, manipular. La fuerza del deseo, sobrecargada en nuestros días por el impulso de los omnipresentes mensajes eróticos, hace que la imaginación, la sensibilidad, la memoria del hombre actual estén condicionadas por un potenciamiento excesivo y enfermizo del deseo. Para descubrir la riqueza propia de la otra persona, para llegar a conocerla y a enamorarse de verdad de ella, y no simplemente desearla, es preciso un esfuerzo nada despreciable. Cuando el enamoramiento recae demasiado en lo corporal, aquello ofrece poca consistencia respecto al futuro, porque lo corporal es la parte más efímera de lo humano, la parte más volátil, la que más sufre el declive del paso de los años. El verdadero enamoramiento lleva siempre a una dilatación de la personalidad, es un alegrarse más con la felicidad del otro que con la propia. Es meter al otro como protagonista fundamental de nuestro proyecto de vida. Queda entonces comprometida nuestra libertad, y eso siempre cuesta, porque significa renunciar a muchas cosas, porque el amor actúa como una fragua donde se templan nuestros egoísmos y nuestros deseos. Porque hay deseos nuestros que no son compatibles con ese amor, deseos que quizá hasta entonces eran buenos y legítimos pero ahora ya no lo son. En cualquier amor, una vez pasado el acné del primer enamoramiento, la clave del éxito está en ese doloroso proceso de purificación de los deseos. Se trata de una dura prueba, que sirve para foguear y madurar esa relación, que saca a la luz la calidad del material de que estamos hechos, y que sobre todo saca a la luz la realidad de nuestro empeño por mejorar. Si no se supera esa prueba, en el fondo nos habremos enamorado de nosotros mismos |
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